A Dennis, Segal, Amalia, Fermín, Mari Mari y José
“Quisiera
yo tener aquí delante en este punto todos aquellos que no creen ni quieren
creer de cuánto provecho sean en el mundo los caballeros andantes”
(El retablo de Melisendra) Don Quijote de la Mancha
Cuando los
pueblos parecen quedar reducidos a la
constante sensación de que su propia esencia peligra; cuando en cada amanecer se
pretende torcer el advenimiento de su luz a preludio de larga noche a merced de
la desesperanza; cuando abundan los que luego de analizar si les conviene o no
el abandonar su zona de confort lo intentan una vez más repitiendo una y otra
vez: ¡cuidado!, ¡peligro!, ¡lo mejor es mantenerse lejos!, hay destellos que
alertan, resplandores como de faros; hay seres humanos, gente con derroteros
específicos. En mi caminar he tenido la dicha de conocer algunos de estos seres
de muchas luces. Y antier me dijeron que uno de los mejores, Juan Santiago
Nieves, había partido. Él que cuidó de otros, luchó por el bienestar y se
esmeró en velar porque niños con requerimientos especiales y sus familiares
tuvieran calidad de vida se descuidó en la suya, no prestó atención a las
señales de su cuerpo y a la insistencia de sus más allegados, estuvo ocupado –
como de costumbre- atendiendo a otros.
Ayer, al anochecer, llegué a la Funeraria
en Bayamón. Y, característico de Juan, aquello era como la celebración de algún
triunfo en una de sus tantas luchas junto al pueblo; el junte de compañeros y
de amigos que abarrotaban el amplio salón y la Capilla se transformó en el
recuerdo de una época feliz en cada una de nuestras vidas; un mar de amistad
bajo el alerón de una noche a la luz de cientos de estrellas que el frío techo
de hormigón de ningún salón funerario lograría ni logrará nunca ocultar. Caminé
hasta la capilla luego de saludar a tantos buenos amigos y conocidos, a
combatientes de las más diversas jornadas… y no encontré a Juan. Sintiéndome
algo confundido salí al estacionamiento del lugar atontado, pensé en la posibilidad
de los efectos causados por medicamentos que estoy tomando. Entre los autos,
una señora encendía un cigarrillo. La noté distinta, distante. Al verme comenzó
a hablarme de Juan. Me enteré que había caminado calle abajo, eso me dijo, que
creyó verlo pasar. Y que lo observó –insistió-
por un momento, detenidamente, para asegurarse que sus ojos no le
estaban jugando una mala pasada. Que él advirtió que ella lo reconoció y acercándose
le dijo: en el Capitolio de Puerta de Tierra en este preciso momento intentan
masacrar los derechos logrados por los trabajadores de la UTIER tras décadas de
luchas; hay un pitiyanqui en Fortaleza que quiere imponer en nuestras escuelas
públicas la enseñanza prioritaria del inglés mientras niega recursos a nuestros
niños con necesidades de educación especial… y unos estudiantes universitarios
necesitan de ayuda legal y solidaridad. Como bien sabes allí está mi lugar…
Lo observó marcharse en silencio. Y lo
vio sonreír.
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