sábado, 18 de septiembre de 2010

Los tenis del Pepe

“Todas las grandes verdades empiezan por ser blasfemias”
               George Bernard Shaw (Annajanska)

El miércoles de madrugada estaba yo frente al ventanal que da a la calle mirando a través del cristal tazón de café en mano. La campanada del reloj que monta guardia cerca a la mesa del comedor anunció las cinco y treinta. Pasados unos segundos escuché cercano el peculiar sonido del camión de recogido de basura, puntual como cada miércoles. Sobre la butaca esperaba mi laptop. Y me dispuse a vencer el impulso de aplazar la escritura. La idea inicial no era contar el cuento de los tenis del Pepe. Confieso ser un cuentacuentos inexacto en lo preciso. Sé que eran tenis amarillo-naranja, del color de las chinas mandarinas. Y que el Pepe lo tituló Mis caminatas por la Cumbre: Un cuento con descarga. Quizá yo lo cuente adornado de alguna reflexión sagaz. Es que al contar lo ya contado suelo quitar o añadir, enfatizar u omitir… poner pique o azúcar, vinagre o miel esperando que infectado de ficciones resulte más real que la realidad. El bullicio al exterior me distrajo. Entre silbidos y gritos de los recogedores, y el ladrar de los perros, despertaba la vecindad. Iban de amarillo hasta cubrirse los cabellos y calzaban botas negras de goma hasta las rodillas bajo una persistente llovizna. Estuvo lloviendo toda la noche y el agua que bordeaba la acera en busca de la rejilla del alcantarillado hasta dejarse caer e ir a parar por un tubo bajo el asfalto quien sabe donde, arrastraba cadáveres de lagartijos, cucarachas y hasta una iguana que patas arriba, viva todavía, parecía caimán furioso luchando por no dejarse llevar. A pesar de la llovizna, Blasco y Rafa intentaban, en otra de sus frecuentes caminatas, el conseguir alguna firmeza para unos músculos ya sexagenarios. Y fue al verlos que vino a mi memoria el Pepe, no por sexagenario ni carnes flácidas, ni por el cuento de sus caminatas por La Cumbre. Vino a mi memoria porque anoche supe que después de larga ausencia el Pepe había regresado a su hogar tras lograr exorcizar el “demonio” que meses atrás se posesionó de su cerebro y que poco a poco lo fue cambiando. ¿La verdad? Aquel demonio se las traía. Si bien, una que otra vez, el Pepe se deprimía, adquirió el don de escuchar música o sonidos en su cabeza que acompañaban sus estados de ánimo o argumentaciones. Y al cerrar los ojos lucecitas de colores formaban mensajes que intentaba descifrar. Y bailaba, reía o lloraba de felicidad sin motivo aparente. ¡El Pepe no necesitaba de excusas para sentirse feliz! Claro, esto requería del Pepe energías sobrehumanas y pasado un tiempo fue provocando en su físico cambios a lo Stevenson: de Dr. Jekyll a Mr. Hyde. Hacía muecas o desdoblaba su personalidad de tal manera que se tornaba irreconocible. Entonces presintió que no soportaría un cambio más. Y sin decir palabra, un sábado, séptimo día de la semana, a las siete de la mañana, el Pepe se vistió con ropa deportiva y aquellos tenis amarillo-naranja, del color de las chinas mandarinas y fue a internarse en una celda oscura y sin ventanas en el Monasterio San Pablo. Durante siete días con sus noches le escucharon gritar sin comprender palabra pues el Pepe hablaba en lengua extraña, un dialecto olvidado, algún código quizá. Al octavo día el Padre Carro, superior del monasterio, rompió los sellos de entrada de la oscura celda y lo encontró desnudo maniatado a una lámpara en el techo, las pupilas dilatadas, palidez que asustaba y una herida abierta en el lado derecho de la cabeza. Jura el Padre Carro, que un hedor de muerte impregnaba las paredes. Y que el eco de aterradoras voces salidas de agujeros negros entre las sombras helaba la sangre. Asistido por siete monjas de clausura, que se persignaban, aunque prosternadas ante la sorpresa de su desnudez se resistían a desviar la mirada de la bestia que dormitaba entre aquellas piernas empapada de blanquecina viscosidad, el Padre Carro suturó la herida en la cabeza. Entonces, ellas lavaron a solas el cuerpo del Pepe con abundante agua, jabón y esmerada dedicación… Y al terminar y secarlo cuidadosamente lo llevaron, desnudo como estaba el Pepe, a una espaciosa e iluminada celda. Atrás quedó, clausurada con siete candados y dos trancas de acero por el Padre Carro, superior del monasterio, la oscura y hedionda celda sin ventanas.

Aunque la prudencia aconseja no entrar en más detalles, siete monjas desnudas danzaron siete noches seguidas al dar las siete; siete vueltas durante siete minutos al interior de la espaciosa e iluminada celda en que descansaba, desnudo, el Pepe: la número 7. Siete veladoras blancas encendidas, siete incensarios de siete cadenillas y siete tapas. Y cada una de esas noches la lectura de la oración del justo perseguido (Salmo 7): Me acojo a ti/ líbrame; ¡que no arrebate mi vida el que desgarra,/ sin que nadie libre!/ …Y si he perdonado al opresor injusto,/ ¡que el enemigo me persiga, me alcance,/ estrelle mi vida contra el suelo,/ y tire mis entrañas por el polvo!/… De lo contrario surge contra los arrebatos de mis opresores./ ¡Despierta ya, Dios! / Por el principio del Talión, amén.

El séptimo día a las siete, el Pepe se levantó. Siete minutos más tarde, del Monasterio San Pablo hacia La Cumbre partió calzando -por toda vestimenta- aquellos tenis amarillo-naranja, del color de las chinas mandarinas.