domingo, 10 de julio de 2011

Partió cantando una canción de amor

“Cómo quisiera fotografiar/ minucia por minucia/ pedazos de futuro/ y colocar las instantáneas/ en un álbum / para poder hojearlo/ lenta morosamente/ en un manso remanso/ del pasado”        
                                                            Mario Benedetti (Viento del exilio)


Había escuchado caer la lluvia desde antes de levantarme. No me pareció extraño, aquí el verano es de lluvias, y la primavera…, también el otoño. Llevaba largo rato de pie frente al ventanal que da a la calle, café en mano, mirando a través del cristal las gotas que caían sobre el asfalto, las que columpiándose de los helechos y las ramas de las palmeras saltaban para deslizarse sobre las dos grandes rocas del jardín, y las que brillaban posadas sobre la hierba. Sin embargo, “la calle estaba quieta como en un cuadro”. Me habitaban aires de irrealidad. Pero una cosa era cierta: se imponía el recuerdo del amigo que acababa de morir. Y me dispuse a escribir. 

“Desde su partida del Monasterio San Pablo, llevando por toda vestimenta aquellos tenis amarillo-naranja, del color de las chinas mandarinas, el Pepe no había vuelto a calzarlos…  Hasta el sábado, marcando el reloj las diez de la mañana. Cuarenta y cinco minutos antes había recibido la llamada telefónica de Wanda, que con voz nerviosa y apagada me dijo: “Pepe se me ha puesto muy mal, ven.”  Y a las diez y cuatro minutos arribamos (Rosin y yo) a su hogar en La Cumbre. En la habitación nos encontramos varios amigos y la familia más cercana; hubo abrazos, llanto y desconsuelo, resignación y paz, lágrimas de tristeza, y asomos de alegría en quienes tienen fe en otra vida después. Yo pensé en que no volveríamos a vernos, nunca más. Lo sabía. Si bien es cierto que ha habido de mi parte un intento de creer, creo que después de aquí no hay nada. Y es por esto que temo a la muerte. “No creo nada -como suele decir Sabina- en los que dicen que la muerte es una cosa natural que hay que aceptar. No, no… a cualquiera que diga que no teme a la muerte le digo que no me creo una puta palabra”.

Queda, pues, la remembranza, el contar las cosas como las pienso y supongo.

Aquella mañana, el Pepe, se echó a caminar por las mismas calles de siempre llevando por toda vestimenta sus tenis amarillo-naranja, del color de las chinas mandarinas. Partió cantando una canción de amor a Wanda. Y como quién se ve, por última vez, en todas las cosas, se deleitó en la fiesta de la naturaleza y en el hábito de los hombres hasta que mágicamente su cuerpo le fue ya algo ajeno. Entonces, se quemó los ojos –como Demócrito- porque tanta belleza le distraía y él sólo quería pensar en ella.”



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