lunes, 2 de noviembre de 2009

Hubo un lugar

En el Espino, a las afueras del poblado añasqueño, América fue conquistada y poseída por Yito Méndez. Cristóbal Colón hacía su viaje anual de La Guardia al Aeropuerto de Isla Verde, allí lo recogía el Diablo para llevarlo a ver a la tía Esperanza. Siempre viajó solo, ligero de equipaje. Se pagó todos sus gastos. Se llevó a ultramar en sus dibujos la crónica de lo visto: algún detalle del quenepo, de las ratas en la casita del patio, los corrales de cerdo, los martirizados pies de doña Esperanza, la amarillenta alfombra de cientos de periódicos en la sala de Tito López, los árboles de pana en la guardarraya al solar de mis padres, la mula, el ingenio y los sembradíos de caña. Y Cristo se aparecía cada mañana sin llagas ni en pies ni manos en el colmado de Ruperto Mendoza, frente a la gallera de Balbino. Tomaba ron por desayuno, tuvo mujer, hijos y padres normales como cualquier otro hijo de vecino. Si Gabriel, el colombiano (el de la tradición bíblica no da señales desde el primer bebé de probeta) hubiese visto aquello -y tantas otras cosas- estas serían sus historias: Cien años de marginalidad, Agapito en su laberinto, Crónica de la muerte de José Adolfo Pesante, La triste e increíble historia del cándido Zumbo en el Charco de los Pilones y su perro Desalmado, Historia del naufragio de Diego Salcedo, Juanfré no tiene quien le escriba, En el barrio no hay putas tristes y Corre por tu vida, de querer vivir para contarla. Es que el lugar tenía sus reglas, la gente sus costumbres, sus ataduras. Como tantos otros lugares. Y sus particularidades. Pero otra manera de pensar no era ni aceptable ni bien vista. Así que romper las reglas se convirtió en una obligación ética (Gayatri Chakravkorty Spivak) para mí. Allí crecí, entre mudanza de bueyes y el revoloteo de las garzas en el cañaveral. Recuerdo que de niño pasaba horas aferrado a la alambrada en el traspatio, con la mirada detenida en la que daba un paseo sobre el lomo del buey, los tarsos largos, la hermosura de su plumaje blanco, erguido el cuello; soberana altivez añadiendo encanto al paisaje. O en la que caminando junto a la res amiga laboraba procurándose alimento. Coexistían con el ganado y los hombres que trabajaban la tierra. Eran comunes al entorno. Su vuelo era mi mayor alegría, un imaginario desde entonces. Porque el vuelo de la garza era el mío propio, imaginando ir cada vez más lejos… del barrio, del poblado, de las ataduras de sus costumbres, hasta lograr perderme de vista con ayuda de los vientos (La verdad, fue largo el viaje a contracorriente). Y al ponerse el sol emigrar al sauce llorón. Y dormir… Hasta abrazar otro mañana. Son tantas las cosas que he pensado querer comentar con ustedes, reparar en omisiones… Quizá una que otra vuelta a los orígenes. Exigencias del oficio, escribo. En adelante, tenemos una cita en este blog.
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Música de fondo:
Bebo & Cigala - Se me olvidó que te olvidé

1 comentario:

  1. Has pensado decirnos mucho. Así mismo, nos creas la expectativa de leer el resto. Hay curiosidad por saber qué pasó cada vez que la garza se detuvo en las ramas de los árboles durante las pausas en su travesía. Cuántas aventuras, cuántos rompimiento de las reglas...

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