sábado, 21 de agosto de 2010

La verdad necesita de pocas cosas

“ Tres son las maneras de hacer que tienen los hombres: porque sí, por amor y por egoísmo. Por eso, también, son tres los modos de dar que ellos tienen: por mano abierta, por mano caritativa y por mano previsora, para hacer un hombre agradecido, para hacer un hombre feliz y para hacer un hombre instrumento…”

                           Pedro Bonifacio Palacios, Almafuerte (Tres son las Maneras de Hacer...)

             Primer Relato: Comunión de amistad

Tres botellas de vino tinto, serenata de bacalao con vianda, abundante ensalada fresca, variedad de frutas tropicales, quesos… Conversación amena. Bajo la tenue lluvia de agosto caía la tarde. La naturaleza recreaba una ilusión mágica de tal íntimidad que dejaba a descubierto su grado de complicidad. Desde la amplia terraza podía verse al centro en el traspatio que al mover sus ramas el gigantesco flamboyán, acariciadas por el viento, parecía estar abriendo un baile nupcial. Sancho y Othelo corrían tras la imaginaria cola del traje de novia que se dibujaba y deslizaba sobre el césped y con sus ladridos motivaban la respuesta de otros perros en el vecindario. Mientras, se disfrutaba del vino y la cena. Y anocheció de pronto. Los ladridos cesaron, el viento quedó en brisa leve y el flamboyán terminó su vals. Entonces se vió claro la hermosura y emociones que anunciaba la noche que apenas comenzaba. Era domingo. Tres amigos marcados por la muerte, cagados por la Verónica según el refranero popular-católico, aprovechando hasta la última posibilidad celebraban la vida sentados a la mesa en comunión de amistad. ¿Cómo fue a relacionarse la Verónica con embarre tal? ¿Y por qué no San Ignacio o San José?  No sé. De cualquier modo vaya mi excusa a quien piense que estas cosas aunque se saben no deben decirse. Allí estaban, convocados por Ángel -que así llamaré al anfitrión- al banquete de la vida y al hacer del “fruto de la vid” eucaristía de nueva alianza. Presidía la mesa el mayor de los hermanos, a quien llamaré Otoniel, dispuesto siempre a dar la batalla como león de su Dios cristiano. Obsesionado con imponer sus planes de un futuro viaje a la Lisboa de Fernando Pessoa y sus heterónimos , y de José Saramago, ni intentaba siquiera complacer a los presentes en otros planes: caminar la España morisca, la ruta del Quijote, el Camino de Santiago, entre otros que incluían cenar a la orilla del Sena, ir a ver las putas en los escaparates de Amsterdam –tan natural y agradable como el ver llover tras un cristal y de seguro mojarse sin empaparse- o, a lo mejor, un paseo sin prisas por la costa mediterránea. Pero a Otoniel le apremiaba el viaje a Lisboa. No transaba. ¡Terco! Era obvio que estaba dispuesto a realizarlo solo. Fue entonces que Tomás, así nombraré al incrédulo hermano menor, mellizo en ideales políticos y lecturas de mundanal ruido pero, sin embargo, entre ellos el único que ha puesto toda su fe en las cosas de este mundo, dijo metiendo el dedo en la llaga: "Ya que así lo prefieres, ¡Pues vayamos también nosotros a morir contigo!"  Y nunca fue mejor dicho pues no hay nada más reconfortante en momentos como estos que el tener a la gente que más te quiere a tu lado. Aquella noche, en la conversación de sobremesa, ante el mar de preguntas planteadas, todo un océano de respuestas tentativas, quizá un tanto apresuradas. De alguna manera, cualquier asomo de reflexión no pretendió ir más allá del intento de ayudarse unos a los otros a convivir racionalmente con ello. A la menor provocación, Ángel, Otoniel y Tomás, hicieron del momento celebración plena de la vida. Y, aunque hubo llanto, hubo risas... y más vino.  Y no estuvieron solos… Tres mujeres de particular hermosura les acompañaban, y eran el orgullo de sus respectivos maridos. Se me antoja llamarlas para  propósitos del relato: Lydia, Elizabeth y Rosa. De sus manos fecundas comieron... y bebieron. Y cada una colmó aquel banquete de renovadas esperanzas en la vida de su amado.

               (Continuará)

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