jueves, 26 de agosto de 2010

La verdad necesita de pocas cosas II

“Volví a pensar en él... una vez más, su túnica desgarrada y sus sandalias deshechas. Vi sus pies planos y anchos, y observé sus rodillas enormes de burro andariego. Vi en lo profundo de mi pensamiento aquellos dedos gruesos y deformes de sus pies que apuntaban siniestramente hacia el cielo”.
                                     Yván Silén  (La novela de Jesús)

              Segundo Relato: La noche de los Ázimos

Disfrutaban de la velada. Un soplo de brisa nocturnal obsequió a las parejas una leve caricia, cálidos recuerdos provocaban entonces rubores de niñez. Si alguna frase resumía aquellas miradas, dicha por ella lo mismo que dicho a ella por él, sería: “Ya estás en el paraíso, y yo a tu lado, también”. Hablaban de cosas lindas, de cosas que se dijeron para constancia de unos y otros, de ellos mismos, esencia de su querer. Avanzada la noche la terraza quedó a solas. Mientras Ángel intentaba acostar a Sancho y Othelo, de entre las ramas del gigantesco flamboyán el búho de Minerva pareció levantar vuelo. Y Lydia volvió a escuchar aquellas palabras dichas por él hará unos años, palabras de amor…, esta vez de amor cultivado… quizá de último consuelo: “…si un día, de esos sin sosiego, sientes el cansancio y recuestas tu cabeza, sola (como Vallejo en sus poemas), no olvides mi amor, da vuelta al espejo, te suplico, a encontrarme mirándote. Soy yo, que desde siempre y desde todo y sin jamás (lo sabrás te aseguro) sostendré tu mirar y tu presencia. Y te alzaré como a un sol sobre el dolor y la pobreza y la amargura y la impaciencia, y triunfaré una sonrisa en tu mejilla.”  En ese preciso instante al interior de la casa, en la cocina abrazando a Elizabeth, su refugio permanente, donde él guarda esas cosas de tan sencillas complejas que hasta ayer temió, si no olvidarlas, el no poder recordar cómo articularlas, Otoniel le susurraba al oído un poema que yacía humeando en su corazón desde que sorprendió husmeando a la muerte: “…mis sueños tienen/ el exacto contorno de tu cuerpo./ Porque te sigo amando/ detrás de mis deseos./ Porque cuando te miro/ sé de los privilegios de la vista./ Porque haces tan livianas mis palabras/ que aguardan en silencio./ Porque eres la evidencia/ de mi propia existencia./ Porque al sencillo roce/ de tu mano en la mía/ siento que te poseo.”  Afuera, tomados de la mano caminando descalzos sobre la hierba de regreso a la terraza tras un breve paseo propiciado por el acogedor silencio en aquel patio trasero, Tomás dio un beso en los labios a Rosa, luego tomó su rostro entre sus manos y con ternura la besó en la frente. Al abrigo de aquella noche de verano, que aunque de visos otoñales el milagro del amor transformó en señal de primavera, le dijo como quien contase una historia que ella no le hubiese escuchado ya contar: “¿Recuerdas la tarde en que sin preguntas me dejé llevar? Habías escogido para el reencuentro un rincón lejos de los muros, las rejas y el ruido… Caminábamos junto al mar bajo el sol implacable del mes de julio. Y al buscar ocultarnos de la mirada de todos, protegidos por altas palmeras, uvas playeras y arbustos, escuchando el cantar de los pájaros y el grato rumor de las olas, si fue necesario un pretexto para amarnos, lo encontramos… Y esperamos cayera la tarde. Nuestros cuerpos desnudos, al amparo de las sombras fueron hasta el mar… y mojamos los sueños. Y reímos como locos y apostamos a la esperanza y nos juramos playas preciosas y estrellas por ver, noches que contar y amor eterno”

Las horas transcurrían, y las tres parejas volvieron a juntarse. De regreso a la mesa cada uno ofrecía pinceladas de algún relato evocador de su propia infancia. Charlaban animadamente. Ángel tenía hacía largo rato la palabra, y si a Otoniel se le ocurriese el intentar interrumpirle, de seguro su buen humor se irá al carajo. Y ya que la estaban pasando tan bien…. ¿para qué?  Fue cuando llamó a la puerta el mendigo, cubierto de ropas viejas y deshilachadas, más bien cubierto de trapos sucios, descosidos, que sin pronunciar palabra ni pedir entrada… pero que a todos por extraña razón les placía, se allegó hasta la mesa. Entonces, tomando entre sus manos una escudilla de barro, que ninguno podría explicar de donde surgió –tal vez ilusión óptica como se ha escrito del mendigo del evangelio según Jesucristo, de Saramago-, llenándola de vino hasta el borde la levantó diciendo con altivez de arcángel: “lo que ustedes son hoy, nosotros éramos; lo que nosotros somos, ustedes serán”  Y tras beber de ella la fue pasando de mano en mano. Luego, de algo parecido al pan sin levadura, del que tampoco nadie supo explicar con certeza la procedencia, repartió a cada uno diciendo: “Comparto de mi alimento con ustedes en esta la primer noche de los Ázimos" . Y sin mirar a Tomás le dijo, él lo supo que le miraba: “Me puedes ver hoy, luego jamás me verás”. ¿Y quién eres tú?, preguntó Tomás. “Yo soy Gamaliel, quien puede brindar arrugas a tu piel, lo mismo que tragos de miel, vino de vida… o garrafas de hiel”.  Y así como llegó, quien dijo llamarse Gamaliel, se fue.

Hoy, mientras escribo, al evocar recuerdos o crear estas fantasías ni Ángel ni Otoniel ni Tomás, ni Lydia, Rosa o Elizabeth -si es que alguna vez existieron más allá de lo escrito en mi laptop, la tinta y el papel-, volvieron a saber de él. Por ello amigo lector, si puedes hazme un favor: si algún día se presentara a tu puerta un mendigo cubierto de ropas viejas y deshilachadas, más bien cubierto de trapos sucios y descosidos que diga llamarse Gamaliel, cuéntale lo que yo aquí te he contado... Y dile que le quiero ver.


 

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