Rafael Alberti
Nuestras miradas se encontraron en el largo y ancho pasillo entre anaqueles en una de las dos grandes cadenas de almacenes para socios en la zona metropolitana. Una pareja de mi edad la acompañaba. La tuteaban, evidente entre ellos la confianza. Me pareció ver una sonrisa cómplice dibujarse en aquellos sus labios ancianos, y hasta puedo decir que imaginé escuchar palabras no dichas, aunque si pensadas: “No tengo porqué decirle a nadie. Total lo hicimos. ¿No soy más bonita que ayer?” Le sonreí… Gratos recuerdos del tiempo ido quedaron al alcance de los que entre anaqueles merodeaban sin saber de la alegría apacible y cálida reflejada en aquellos nuestros ojos que se miraban; de memorias que en el aire flotaban. Sin percibirse, pero flotaban. Yo mantuve la distancia. Y nos seguimos mirando mientras nadie nos miraba. Al menos eso creí. Ni pretendí acercarme ni ella pretendió me acercara. Al dirigirme a la puerta entre decenas de consumidores que apuraban sus carritos se me perdieron de vista sus ojos azul verdosos, felinos, como los de una gata. No creo fuera casualidad que minutos más tarde, saliendo del estacionamiento del lugar una garza en vuelo casi roza el auto con una de sus grandes y hermosas alas. Y como tengo por costumbre escribir algo en el blog (aunque no pensara hacerlo) cada vez que vea una garza, aquí va la historia que recoge el porqué de aquella mirada; la mirada de sus ojos azul verdosos, felinos, como de gata.
¡Hace ya tantos años! Pasaban los minutos que apuraba la prudencia y las manecillas del reloj sobre la mesita de noche. Al despertar y encontrarme entre sus pechos supe del latir de corazones arriesgados, de lo contenido casi por desbordarse. Alguien tenía que irse y era yo. Salí entre las sombras y me perdí por las calles, acostumbradas a mi presencia, que las calles mejor que nadie reconocen entre las sombras de la noche a quien no tiene techo, hambre de hogar... O de casa. Y el sol salió, aunque no salga para todos lo ves. Horas más tarde la vi nuevamente, en el mercado con sus dos hijos. Ambos eran entonces mis compañeros de estudios, fue el verano de fin de curso, último semestre de escuela intermedia, no había cumplido aún los quince años. Dedicó aquel día a desmentir con su actitud, la de ignorarme por completo, lo que protagonizáramos de madrugada, casi finalizada la noche: el encuentro de nuestros cuerpos. Ella en el esplendor de su madurez, yo en la primera sacudida de mi carne bruta juvenil temblando de temor y emoción. ¡Que locura el perfume de su desnudez! Y que atrevimiento. Quién se hubiera enterado en el poblado (que por cierto, aún va de pedrea en pedrea a lo fariseo o cual cura verdugo de Ocaña: “muy de mañana, aún de noche” a la caza del pecado) lo tildaría de asqueroso e indigno aroma a mujerzuela. Y creyéndose dioses, inmaculados, con derecho a meterse tras las puertas cerradas, o abiertas que más da, ajenas, en camas que nadie los invitara, la juzgarían aún. Imbéciles. ¡Si aquella madrugada fue toda poesía! ¿O sufrir en la alegría? ¿Delirio? ¡Deslumbramiento!...
Permanecí largos meses lejos de poder comprender el verdadero significado de su actitud aquel día en el mercado, y lo experimentado aquella noche. Aunque me extrañaba y dolía, callé. Tiempo después me pareció todo tan claro. Y ella, ... sincera. ¡Que lindo fue!
Evocación al placer
Por aquellos días la perspectiva era diferente, como quien mira un rascacielos desde el suelo o de la azotea del mismo la calle. Quizá por ello, infringir las reglas de una moralidad hipócrita se me dio fácil. Aprendía en las calles sobre filosofía del vivir sobreviviendo… ¡De sueños mojados o secos; de rincones húmedos y negruras circundantes! ¿Qué podía saber yo de amores?
No hay comentarios:
Publicar un comentario